HOMENAJE: EN RECUERDO DE PAUL AUSTER
Ayer murió Paul Auster, uno de los grandes novelistas de los
últimos cuarenta años. Esta entrada quiere rendir homenaje al escritor que nos
ha acompañado durante muchas horas de lectura y que, sin duda, siempre nos ha
hecho disfrutar por su enorme talento a la hora de narrar y crear historias y
nos ha invitado a reflexionar sobre esas cuestiones vitales y existenciales que
siempre nos preocupan a los humanos (la amistad, el amor, la soledad, el azar,
el miedo o la locura).

Cualquiera de los
comienzos de sus novelas podría ser una estupenda invitación a la lectura de
este autor estadounidense. Desde La invención de la soledad, la
primera, a Baumgartner, la última, pasando por El libro de las
ilusiones o Leviatán o El palacio de la luna o 4,
3, 2, 1, cualquiera atrapa al lector en un mundo del que ya no puedes salir
igual que has entrado.
He elegido las
primeras páginas de Ciudad de cristal, novela de su Trilogía de Nueva
York, porque plasman a la perfección muchas de esas constantes temáticas y
estilísticas del autor. Para los lectores del blog, muchos de ellos muy
jóvenes, puede ser una magnífica forma de entrar en ese personal mundo de
Auster.
Todo empezó por un número equivocado, el
teléfono sonó tres veces en mitad de la noche y la voz al otro lado preguntó
por alguien que no era él. Mucho más tarde, cuando pudo pensar en las cosas que
le sucedieron, llegaría a la conclusión de que nada era real excepto el azar.
Pero eso fue mucho más tarde. Al principio, no había más que el suceso y sus
consecuencias. Si hubiera podido ser diferente o si todo estaba predeterminado
desde que la primera palabra salió de la boca del desconocido, no es la
cuestión. La cuestión es la historia misma, y si significa algo o no significa
nada no es la historia quien ha de decirlo.
En
cuanto a Quinn, no es preciso que nos detengamos mucho. Quién era, de dónde
venía y qué hacía tienen poca importancia. Sabemos, por ejemplo, que tenía
treinta y cinco años. Sabemos que había estado casado, que había sido padre y
que tanto su esposa como su hijo habían muerto. También sabemos que escribía
libros. Para ser exactos, sabemos que escribía novelas de misterio. Escribía
estas obras con el nombre de William Wilson y las producía a razón de una al
año aproximadamente, lo cual le proporcionaba suficiente dinero para vivir
modestamente en un pequeño apartamento en Nueva York. Como no dedicaba más de
cinco o seis meses a una novela, el resto del año estaba libre para hacer lo
que quisiera. Leía muchos libros, miraba cuadros, iba al cine. En verano veía
los partidos de béisbol en la televisión; en invierno iba a la ópera. Más que
ninguna otra cosa, sin embargo, le gustaba caminar. Casi todos los días, con
lluvia o con sol, con frío o con calor, salía de su apartamento para caminar
por la ciudad, sin dirigirse a ningún lugar concreto, sino simplemente a donde
le llevaran sus piernas.
Nueva
York era un espacio inagotable, un laberinto de interminables pasos, y por muy
lejos que fuera, por muy bien que llegase a conocer sus barrios y calles,
siempre le dejaba la sensación de estar perdido. Perdido no sólo en la ciudad,
sino también dentro de sí mismo. Cada vez que daba un paseo se sentía como si
se dejara a sí mismo atrás, y entregándose al movimiento de las calles,
reduciéndose a un ojo que ve, lograba escapar a la obligación de pensar. Y eso,
más que nada, le daba cierta de paz, un saludable vacío interior. El mundo
estaba fuera de él, a su alrededor, delante de él, y la velocidad a la que
cambiaba le hacía imposible fijar su atención en ninguna cosa por mucho tiempo.
El movimiento era lo esencial, el acto de poner un pie delante del otro y
permitirse seguir el rumbo de su propio cuerpo. Mientras vagaba sin propósito,
todos los lugares se volvían iguales y daba igual dónde estuviese. En sus
mejores paseos conseguía sentir que no estaba en ningún sitio. Y esto, en
última instancia, era lo único que pedía a las cosas: no estar en ningún sitio.
Nueva York era el ningún sitio que había construido a su alrededor y se daba
cuenta de que no tenía la menor intención de dejarlo nunca más.
En
el pasado Quinn había sido más ambicioso. De joven había publicado varios
libros de poesía, había escrito obras de teatro y ensayos críticos y había
trabajado en varias traducciones largas. Pero bruscamente había renunciado a
todo eso. Una parte de él había muerto, dijo a sus amigos, y no quería que volviera
a aparecérsele. Fue entonces cuando adoptó el nombre de William Wilson. Quinn
ya no era la parte de él capaz de escribir libros, y aunque en muchos sentidos
Quinn continuaba existiendo, ya no existía para nadie más que para él.
Había
seguido escribiendo porque era lo único que se sentía capaz de hacer. Las
novelas de misterio le parecieron una solución razonable. Le costaba poco
inventar las intrincadas historias que requerían y escribía bien, a menudo a
pesar de sí mismo, como sin hacer ningún esfuerzo. Dado que no se consideraba
autor de lo que escribía, tampoco se sentía responsable de ello, y por lo tanto
no estaba obligado a defenderlo en su corazón. William Wilson, después de todo,
era una invención, y aunque había nacido dentro del propio Quinn, ahora llevaba
una vida independiente. Quinn le trataba con deferencia, a veces incluso con
admiración, pero nunca llegó al punto de creer que él y William Wilson fueran
el mismo hombre. Por esta razón no asomaba por detrás de la máscara de su seudónimo.
Tenía un agente, pero nunca le veía. Sus contactos se limitaban al correo, y
con ese propósito Quinn había alquilado un apartado en la oficina de correos.
Lo mismo ocurría con el editor, que le pagaba todos sus honorarios y derechos a
través del agente. Ningún libro de William Wilson incluía una fotografía del
autor o una nota biográfica. William Wilson no aparecía en ninguna guía de
escritores, no concedía entrevistas y todas las cartas que recibía las
contestaba la secretaria de su agente. Que Quinn supiera, nadie conocía su
secreto. Al principio, cuando sus amigos se enteraron de que había dejado de
escribir, le preguntaban de qué pensaba vivir. Él les contestaba a todos lo
mismo: que había heredado un fondo fiduciario de su esposa. Pero la verdad era
que su esposa nunca había tenido dinero. Y la verdad era que él ya no tenía
amigos.
Hacía ya más de cinco años. Ya no pensaba mucho en su hijo y recientemente había quitado la fotografía de su mujer de la pared. De vez en cuando, sentía de repente lo mismo que cuando tenía al niño de tres años en sus brazos, pero eso no era exactamente pensar, ni siquiera era recordar. Era una sensación física, una impronta que el pasado había dejado en su cuerpo y sobre la cual él ya no tenía control. Estos momentos se producían cada vez con menos frecuencia y en general parecía que las cosas habían empezado a cambiar para él. Ya no deseaba estar muerto. Al mismo tiempo, no se puede decir que se alegrara de estar vivo. Pero por lo menos no le molestaba. Estaba vivo, y la persistencia de este hecho había empezado poco a poco a fascinarle, como si hubiera conseguido sobrevivirse, como si en cierto modo estuviera viviendo una vida póstuma. Ya no dormía con la lámpara encendida y desde hacía muchos meses no recordaba ninguno de sus sueños.
01. ¿Qué motivó la
elección de "Ciudad de cristal" para rendir homenaje a Paul Auster?
a. Es la
novela más famosa del autor.
b.
Plasma perfectamente las constantes temáticas y estilísticas del autor.
c. Es la
última novela que escribió antes de su muerte.
d. Es la novela favorita de los lectores del blog.
02. Según el texto,
¿cuál fue el origen del suceso que dio inicio a la historia de Quinn en
"Ciudad de cristal"?
a. Un
encuentro casual en la calle.
b.
Un número de teléfono equivocado.
c. Una
carta misteriosa.
d. Un sueño recurrente.
03. ¿Qué hacía Quinn
durante la mayor parte del año cuando no estaba escribiendo sus novelas de
misterio?
a. Viajaba
por el mundo.
b. Daba
clases de escritura.
c.
Leía, iba al cine, veía béisbol y ópera, y caminaba por la ciudad.
d. Se dedicaba a investigar casos criminales.
04. ¿Qué representaba
Nueva York para Quinn cuando salía a caminar?
a. Un
lugar lleno de oportunidades y nuevas amistades.
b.
Un espacio inagotable y un laberinto donde se sentía perdido.
c. Un
refugio seguro lejos de sus problemas.
d. Una fuente de inspiración para sus novelas.
05. ¿Por qué Quinn
utilizaba el seudónimo de William Wilson para sus novelas de misterio?
a.
Quería proteger su identidad de sus fans.
b. Una parte de él había muerto y no quería ser responsable de esas
obras.
c. Su
editor le exigió un nombre diferente para ese género.
d.
William Wilson era el nombre de un amigo cercano.
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